lunes, 19 de noviembre de 2007

ZIZOU´S ANGEL

Soy cabeza dura. Descubrí una obra de arte y no paro de decirlo. El cabezazo de Zinedine Zidane fue la acción más creativa y original de la Copa del Mundo. Entre tanta pantalla de funerales y santuarios, entre tanto crimen y castigo, bienvenida la belleza del pecado. Humaniza a la ética retórica. Cuando deseo purificarme no leo fábulas con moraleja sino textos de Baudelaire y Bukowski. Los malditos, antes que los benditos: los siento más cerca. Prefiero al grupo Callejeros que a los Nocheros. Entre un amor temerario y uno con seguro de vida, si eligiera este último merecería envejecer con pantuflas de corderito. Soy oscuramente transparente. No firmo en vano ningún compromiso ético, porque ignoro si mi condición humana será capaz de cumplirlo. Es un compromiso para puros. También los hay en el periodismo. Digo que el cabezazo de Zidane al pecho de Materazzi es una creación. Arte espontáneo y efímero. Marta Minujin lo ha practicado siempre: sea en la escultura o en el aeropuerto de Ezeiza. El mingitorio de Duchamp supera a la mayoría de las obras de todos los tiempos. No cualquiera puede hacer una trasgresión estética al nivel de un genio. Quien sólo es un jugador ordinario sólo debe aplicarse a las convenciones. Pegar patadas, hacer zancadillas, agarrar de la camiseta: lo estándar. Zidane no. Miren la imagen: del juego. El había jugado en serio al arte maldito. No se arrepiente. De haber estado en el estadio es un cuerpo despojado de exageraciones; limpio, directo, inclinándose levemente a partir de la cintura y dirigiendo su cabeza al objetivo: el umbral superior del pecho. Un punto entre el esternón y las clavículas pero afortunadamente sin alcanzar las amígdalas. Entonces el grandote se derrumba como Goliat ante la piedra de David. Como Drácula ante el golpe de luz del crucifijo. No importa la veracidad de la injuria: ahora traducirán un agravio menor antes que uno xenófobo, para no tener que atender un problema racial. No es el verbo: es el acto. Ese cabezazo fue certero, sin causar daños ulteriores y sin sangre; despojado como un verso de Elliot o uno de Montale. Y sin más consecuencia que la de derribar al rival en el suelo a la altura de su ofensa. No fue un misil infame e indiscriminado. De esos que explotan y causan daños colaterales en seres indefensos. No. Fue directo al corazón del enemigo. Por supuesto, enemigo fugaz. Como pasa en la travesura de un niño. Ni siquiera celebró haber dado en el blanco. Igual que aquellos guerreros orientales diestros en el arte de golpear con la cabeza se resignó a que lo sacaran Anais Nin y Henry Miller lo habrían aplaudido. En "La batalla de Argel", Pontecorvo lo hubiera incluido en el elenco. Dio el cabezazo como quien da una pincelada a un cuadro de Hieronymus Bosch o de Brueghel. De haber especulado con la medalla de santo hubiera procedido del modo políticamente correcto. Ese que la crítica espera y alaba. Pero que no cumplen quienes medran, sin dar la cara, con la economía y la política. O con un duelo privado inflándolo hasta el nivel de un martirologio público. Hay criminales en la calle. Pero más en los medios que soban el crimen y hasta proveen de flores los santuarios para no quedarse sin imágenes. Zidane no sobó su seguro pase a la gloria de molde. Su última pincelada fue con el cráneo rapado. Con un pincel sin pelo. Eligió pintar la mancha y no el agua destilada. Desechó ser hipócrita. Fue sincero: por eso no se arrepiente. Ningún artista tiene que hacerlo. Quitándole el balón de oro le darían más todavía. Si el mundo quiere seguir engañado, que se engañe. Que lo amoneste. Fue un pecado venial. Este es más angélico que el pecado que cometen tantos insolentes sin dones. Si fuéramos menos aburridos nos divertiríamos una y otra vez con esta travesura artística. Pero se usa más la declamación virtuosa. Se menoscaba al instinto. El cabezazo de Zidane fue una gracia argelina con sprit francés. Una rosa entre las espinas.

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